A lo largo de la historia, la humanidad ha combatido la aparición de enfermedades letales que han puesto en jaque a la ciencia, gobiernos y ciudadanos del mundo. Así como actualmente el covid-19 nos tiene a todos angustiados, en la primera mitad de los años 50, la poliomielitis causaba estragos severos. Afortunadamente, esta ya está erradicada aunque algunas personas, como Paul Alexander, siguen sufriendo sus secuelas.
Durante el verano de 1952, cuando Paul tenía solo seis años, se encontraba jugando afuera de su casa en los suburbios de Dallas, disfrutando de la lluvia, pues fue una temporada muy calurosa, pero de pronto sintió un dolor en el cuello y la cabeza tan fuerte que al volver a casa, olvidó sus zapatos afuera, así que su madre lo obligó a que regresara por ellos y luego le dijo que se recostara. Pasó el día dibujando en sus libros para colorear y sin saberlo, ese sería el último día que pudo andar por su propio pie.
Al día siguiente, la fiebre aumentó y los dolores se extendieron a sus extremidades, por lo que el médico que lo visitó supo que se trataba de un caso de polio, que en ese año se había convertido en el principal problema de salud en Estados Unidos y varias partes del mundo, dejando tan solo en ese año a 3100 personas muertas y otras 21 000 con parálisis en algún grado. Los hospitales estaban llenos, así que el médico recomendó tratar a Paul en su casa.
La situación empeoró y Paul ya no podía dibujar, hablar, comer, ni siquiera toser, así que lo llevaron al hospital de Parkland, donde había una sala especial para casos de polio, pero estaba tan lleno que su madre tuvo que permanecer en la sala de espera con su hijo en brazos. Cuando finalmente lo revisó un médico, este les dijo que ya no había nada qué hacer, así que lo dejó en una camilla en el pasillo, solamente a la espera de que muriera.
Por fortuna, otro médico que pasaba lo revisó de nuevo y lo llevó de urgencia al quirófano para practicarle una traqueotomía, ya que sus pulmones estaban paralizados. Tres días después, cuando Paul despertó, ya estaba dentro de una enorme máquina que hacía ruidos, pero no se podía mover, hablar, ni ver lo que sucedía afuera, ya que la ventanilla estaba empañada por el vapor que mantenía húmedo el ambiente para que pudiera despegar la mucosidad de sus pulmones. Paul recuerda que en ese momento creyó que había muerto.
Al ir mejorando, le retiraron la capucha que cubría su cabeza y lo primero que vio fue una gran cantidad de niños, como él, dentro de estos aparatos que parecían pequeños submarinos, como parte de una película. Estos “pulmones de hierro” realizaban el trabajo que los órganos respiratorios de estos niños ya no podían hacer debido a la parálisis, pero ese no era el único problema al que estos pequeños se tenían que enfrentar.
Paul recuerda que al no poder hablar, no podía decirle al personal que limpiaran el interior de la máquina, ya que ahí dejaban sus desechos por horas, incluso estuvo a punto de morir ahogado en sus propios fluidos nasales. Sus padres lo visitaban a diario, pero de todas formas se aburría mucho, así que empezó a comunicarse con otros niños haciendo muecas, pero “cada vez que hacía un amigo, se moría”. Así pasó 18 meses.
Aunque Paul superó la infección inicial, el daño ya estaba hecho y quedó paralizado del cuello para abajo, lo que lo dejaba condenado a su pulmón de hierro, que a través de un dispositivo mecánico inyectaba el aire a sus pulmones para que siguiera vivo. Cuando el personal debía sacarlo para limpiar el interior de la máquina, simplemente tenía que aguantar la respiración, algo que no era nada fácil.
Sin embargo, lo más complicado, recuerda Paul, era escuchar constantemente a los médicos decir: “Él va a morir hoy” o “No debería seguir vivo”. Estos comentarios enfurecían a Paul y, justamente, eso lo ayudó a tomar su situación como un reto, ya que si los médicos creían que iba a morir, él no estaba dispuesto a darles gusto y resistió.
Luego de dos años, recibió la visita de la doctora Sullivan, una fisioterapeuta que le enseñó la técnica de la respiración glosofaríngea, que consiste en aplanar la lengua y abrir la boca, como si se estuviera diciendo “ah”, y al cerrarla, se empuja el aire hacia los pulmones, lo que le ayudó en esos momentos en que lo sacaban de la máquina para limpiarla, ya que al tener que aguantar sin respirar, terminaba morado y desmayándose.
Paul llamó a esta técnica “respiración de rana” y la doctora le dijo que si era capaz de aguantar tres minutos fuera del pulmón de hierro usando esa forma de respirar, le regalaría un perrito. Después de un año lo logró y obtuvo a Ginger, su perrita. Además, esto le permitió dejar la máquina para pasar breves lapsos de tiempo en la entrada y luego en el patio del hospital, lo que sin duda fue un cambio importante.
Por las noches debía estar en su pulmón, ya que al estar dormido no podía aplicar su respiración de rana. Sin embargo, su progreso fue notable, tanto que a los 21 años se graduó de la secundaria, siendo el primero en Dallas en conseguirlo sin asistir de forma presencial a una clase. Luego estuvo en la Universidad Metodista del Sur de Dallas, a pesar de múltiples rechazos de los directivos, y de ahí pasó a la Universidad de Texas en Austin, de donde se graduó como abogado.
Durante muchos años usó una silla de ruedas modificada para mantener su cuerpo erguido y un elegante traje de tres piezas para acudir a las cortes de Dallas y Forth Worth con el fin de representar a sus clientes. Pero eso no es todo, pues también empezó a viajar, pudo visitar el mar, viajó en avión, fue a clubes para adultos, vivió solo y organizó protestas para que se reconozcan los derechos de las personas con capacidades diferentes. Un ejemplo de vida.
A sus 74 años todavía necesita su pulmón de hierro para seguir vivo. Además, tiene la ayuda de una persona, Kathryn Gaines, para asearlo, rasurarlo y mantener su cabeza cerca de la computadora, el teléfono y un vaso con agua y un popote, con lo que se mantiene en contacto con el mundo. Kathryn ha trabajado para Paul desde hace 30 años, 15 de ellos vivió en la misma casa y luego se mudó a una cuadra de la casa de Paul.
En todo Estados Unidos, solamente Paul y otra persona usan un pulmón de hierro, lo que les ha permitido vivir y, ahora, enfrentar a otra pandemia como el covid-19. Afortunadamente, en 1955, Jonas Salk encontró la vacuna contra la polio, lo que permitió poco a poco irla controlando y, actualmente, se encuentra prácticamente erradicada. Sin duda, una historia de lucha que nos deja ver que cuando hay ganas de vivir, no hay obstáculo que lo impida.